El día en que nadie supo cómo abrir un huevo
Una historia de huevos imposibles, presión televisiva y lecciones para la vida.
—¡No pueden abrir el huevo!
Estábamos en plena grabación de El Discípulo del Chef. Las cámaras giraban, los participantes corrían, el cronómetro avanzaba sin piedad y yo recibía instrucciones por el audífono mientras trataba de mantener todo en orden. En medio de ese caos glorioso, uno de los equipos tenía frente a ellos un huevo. Pero no cualquiera: un huevo de avestruz.
Y no sabían cómo abrirlo.
Tampoco yo.
Lo intentaron con cuchillos, con más fuerza, con golpes sobre la tabla. Nada. El huevo estaba intacto, como si se burlara de todos nosotros.
—¡Busca en internet cómo abrir esta hueá! le grité a mi sous chef.
Treinta segundos después me gritó desde el fondo del estudio:
—¡Con un clavo y un martillo, chef!
Claro. ¿Un martillo? ¿Un clavo? ¿Dónde cresta íbamos a sacar uno en medio de un set de televisión?
Y entonces recordamos: al lado estaban remodelando el estudio de otro programa. Salió corriendo Ramón, uno de los cracks del equipo. Volvió segundos después con una piedra en una mano y un clavo en la otra.
Se los pasamos al chef.
Sonrió.
Miró su celular por última vez para confirmar el paso a paso.
¡Y listo!
El huevo se abrió.
Y todo siguió como si nada.
Nadie en casa supo lo que pasó. Pero ese día yo supe que la tele tenía su propio tipo de adrenalina. Y que estaba en el lugar correcto.
Todo había comenzado unas semanas antes, en mi restaurante.
Estaba terminando un servicio cuando recibí una llamada. Una amiga que trabajaba en el canal me dijo:
—Rolo, están buscando un productor gastronómico para un nuevo programa. Te recomendé. ¿Te interesa?
No lo dudé.
Nunca había trabajado en televisión, más allá de alguna entrevista o aparición cocinando. Pero esta vez se trataba de ser parte del corazón del programa, diseñar pruebas, montar un taller de cocina, liderar al equipo gastronómico. Una mezcla perfecta entre cocina, creación y un mundo nuevo.
A los pocos días, estaba en el canal, esperando mi entrevista. Me senté rodeado de rostros conocidos de la tele, luces por todas partes, técnicos con auriculares, guiones en la mano… y yo, ahí, tratando de parecer tranquilo.
Entré. Hablamos. Me ofrecieron el puesto.
Negociamos mi paga.
Y unas semanas después, ya estaba metido de lleno, con delantal y cuaderno en mano, viviendo por primera vez la cocina dentro de un set.
Los primeros días fueron duros.
Me pidieron diseñar pruebas para los participantes. Entregué mis primeras propuestas con emoción… y me las rechazaron todas.
Una tras otra. No era que fueran malas, pero todavía no entendía lo que la tele necesitaba.
Una cosa es pensar desde la cocina platos para mi restaurante.
Otra, muy distinta, es crear contenido que se traduzca en emoción, tensión y espectáculo para una audiencia.
Tuve que aprender desde cero.
Observar, escuchar, adaptarme.
Cambiar ideas. Ser flexible.
Y sobre todo, tener ganas de encajar y aportar.
Y cuando entendí el ritmo, la lógica y la estructura que un programa de televisión necesita para funcionar, todo fluyó. Las pruebas empezaron a aprobarse, los directores confiaban, el equipo se afiató.
Y ahí empezó la parte más linda.
Los participantes.
Personas comunes, de todas las edades, con distintas historias, pero con una pasión en común: la cocina.
Con ellos armamos un taller fuera del estudio. Un espacio donde yo —junto a mi equipo de cocina— podía enseñarles, reforzar técnicas, practicar preparaciones y verlos crecer sin saber qué prueba les tocaría después.
Fue una de las partes más lindas de la experiencia.
Me sentí su chef. Su guía.
Y ellos, mis cociner@s.
Verlos ilusionados, con hambre de aprender, fue una tremenda motivación. Con algunos sigo hablando hasta hoy.
Porque más allá de la tele, ahí se generó algo real.
Claro que no todo era enseñanza y práctica. También había caos.
Presión.
Improvisación.
Conseguir un huevo de avestruz era solo una parte del día.
Otras veces tenía que encontrar ingredientes exóticos, elementos especiales, utensilios que no teníamos. Y todo eso, bajo la presión de la tele, donde el reloj no se detiene, las cámaras no esperan, y todo debe salir perfecto a la primera.
Pero esa presión me encanta.
Es la misma que viví años en una cocina durante un servicio a tope.
Solo que ahora, el comensal era el espectador.
Y el plato, un momento inolvidable en pantalla.
Hoy, cada vez que acompaño a emprendedores gastronómicos, recuerdo esos días.
Porque muchos de ellos están en la misma situación que yo con ese huevo:
Frente a algo que no saben cómo abrir.
Con las herramientas equivocadas.
Bajo presión.
Y sin tiempo.
Por eso creé El Gastro Método, y su primer capítulo es clave:
La Identidad.
Porque si no sabes quién eres ni qué estás haciendo, es imposible encontrar el camino correcto.
Y no importa si lo único que tienes es una piedra y un clavo: si sabes cómo usarlos, puedes abrir hasta el huevo más duro.
¿Tienes un huevo imposible en tu negocio?
Capaz lo único que necesitas es el método correcto para abrirlo.
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Y si no crees que esto fue real, revisa este capítulo (minuto 16) donde salgo como “chef-jurado” invitado.
Todavía no entiendo cómo terminé ahí. Pero sí sé que, como todas las cosas que valen la pena, todo empezó con un sí.
Nos estamos leyendo.
RO.